Lucero verde
Yo era un alma libre de madrugada en madrugada. De anochecer
en atardecer. Vivía para no dormir, y dormía para no desfallecer, de vez en
cuando. Seguía los caminos que creía conocer, donde la máxima prioridad era
perderse y no encontrarse. Emborracharse de amores de una noche, de cuerpos
desnudos. Sólo trataba de beberme hasta el agua de los floreros y no morir en
el intento.
Y entonces aparecieron dos luceros verdes que me devolvieron
la vida que había perdido durante cada luna llena. Me cogió la cara entre las
manos y posó por primera vez sus labios sobre los míos con la suavidad más
pasmosa de la historia. Y creo que fue ahí donde aprendí lo que era de verdad
rozarse la piel, buscar el miedo de perder esas caricias en cada vuelta de
hoja, porque aquello era más que una aventura. Era una sucesión de historias
que sólo buscaban un futuro bien lejano, en el que el pelo cano poblara
nuestras cabezas y el fuego crepitara bajo nuestras arrugas. Pero entonces
comprendí lo fácil que se resquebraja un corazón, y lo rápido que se hace
añicos cuando se aleja la única luz que te llevaba por el camino correcto. Y se
fue con otro lucero, otra vida salvada en un intento desesperado de salir de sí
misma, pero sin saber que no era más que una habitación sin salida. Porque el
gran error de su vida era querer demasiado. A todo el mundo.
Y él se la llevó. Pero se la llevó aún más lejos. Se fue a
medio camino entre el “te quiero” y el “te hiero”. Porque había encontrado lo
único que no le haría feliz, había encontrado su perdición cuando sólo quería
reencontrarse. Y no me cansaré de decirlo. Él se la llevo a las nubes, un
poquito más arriba. Sólo que en vez de azul y blanco, su mundo se había tornado
de color rojo escarlata, aquel color que bombeaba su corazón a cada segundo por
su delicado cuerpo. Y se rompió en pedazos. Como una muñeca de porcelana.
Se la llevó el viento de una caja de cristal, donde yo guardé
mis lágrimas para que nunca olvidara quién habría querido morir con ella, e
incluso por ella.
Y desde aquel dieciocho de febrero la vida se volvió una
tormenta constante. Y yo iba en un barco sin vela hacia un horizonte
desconocido. Sin mi lucero verde.
Y así fue como perdí el norte, la cabeza y tierra firme.
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