Perdida en la soledad y otros extraños sucesos

Vivía en el ático de una calle sin nombre, en medio de una ciudad desconocida. Mi pelo cambiaba de color con frecuencia, por lo que cada mes sentía que era una persona distinta. Cada estilo era diferente, cada día era una odisea y cada instante un vendaval que acababa con mi cordura. Estaba sola, paseaba arriba y abajo por las calles menos frecuentadas y me resguardaba del frío en bares de mala muerte. Hasta que por allí pareció alguien que tenía el mismo problema que yo: sufría de soledad. Por las noches quemábamos el pasado con mecheros e incendiábamos mi piso de deseo. Amanecíamos envueltos en ceniza, que siempre volvía prenderse, unas veces sobre la alfombra roja del salón y alguna otra en la cama de color verde. Los cafés nos adormecían, pues íbamos al revés del mundo, y las tilas nos excitaban hasta niveles extremos. Éramos como vagabundos en un mundo desconocido, viajando a través del tiempo, y traspasando las barreras de lo imposible.


El tequila ya no sirve para recomponer un corazón hecho añicos.

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