A eso de las siete

Podía tirarme horas contemplando como respirabas apaciblemente en sueños, observando esos dulces hoyuelos casi inexistentes ya, que se te formaban al sonreír; apreciando ese lunar tan grande que se alojaba en tu mejilla izquierda. Era capaz de presenciar durante horas el leve movimiento de tu pecho, ascendiendo y descendiendo con delicadeza. No necesitaba parar el tiempo, el tiempo se paraba por sí mismo, para dejarme embelesada frente a tu pelo castaño. Quizá en aquellos momentos, cuando la paz me invadía y no podía dejar de sonreír furtivamente, creía ser feliz. Hasta que despertabas de tu letargo, me agarrabas de las caderas y me susurrabas al oído aquellas mentiras piadosas que me dejaban más contenta aún de lo que estaba. Ojalá hubiera sido capaz de hacerte frente y renunciar a pasar más horas contigo. Pero era inevitable. Era incapaz de controlar mis sentimientos. Y creo que aún no he podido. Pero lo escondo entre silencio y silencio, mirando un reloj que aún marca las siete y cinco; el momento exacto en el que te di por perdido.



Intenté ser tu futuro, pero alguien ocupaba tu cama en aquellos meses en los que solo me preocupaba de respirar por mí misma. Una autómata que pendía de tu mirada y acallaba los gritos de su cabeza con tu imagen sugerente.


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