Un rey de nada en concreto.

Su mentira más grande estaba allí, en la parte derecha de su cama, manchando las sábanas de sombrías miradas ocultas detrás de sus ojos marrones. Que aún siguiera soportando a aquel espécimen era más que un milagro, pero era un maestro encandilador. Nunca había dejado que se apropiase demasiado de su vida, en concreto de la que estaba fuera de aquellas cuatro paredes; pero por desgracia, estaba demasiada emborrachada de él como para dejarle ir libremente. Así, se ató a aquel indeseado-que en realidad no lo era tanto- con las cuerdas más fuertes que encontró. Se quedó colgada de su boca, de su sonrisa y de lo que se ocultaba bajo las sábanas de aquella cama ruidosa de ciudad. Había encontrado su príncipe azul, que no tenía cara de príncipe ni los ojos azules, pero que admitió por pena y acabó asentándose en su vida por amor.
Le había conocido en un café de París, famoso por sus cruasanes que a ella-y no solo a ella- le volvían realmente loca. Cuando sin querer tropezaron en el pequeño escaloncito que daba al cálido interior ambientado en los años veinte, solo pudieron reír ante semejante estampa. Y la verdad es que para ambos fue más que el destino. Estaba claro que las sonrisas son la mejor táctica para llevarse a alguien a lugares oscuros, pero nunca creerían que también servía para enamorar a una persona. Y menos aquellos dos pendones. Una rubia y un moreno, que estaban hechos el uno para el otro.



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